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ataman sólo tuvo tiempo de decir:
-¡Perezcan todos los enemigos, y que el suelo
ruso se regocije en la gloria por los siglos de los si-
glos!
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Y cerró los ojos para siempre. Los cosacos vol-
vieron la cabeza, y vieron, por un lado, al cosaco
Metelitza que se batía con los polacos haciendo
horrible carnicería, y por el otro al ataman Nevi-
litchki que avanzaba a la cabeza de los suyos junto
a un cuadro formado por carros, Zakroutigouba
revuelve el enemigo como si fuese un montón de
heno, y le rechaza, mientras que, delante de otro
cuadro más lejano, Pisarenko el tercero ha recha-
zado a una tropa entera de polacos, y cerca del
tercer cuadro los combatientes han llegado a las
manos y luchan encima de los mismos carros.
-Díganme, señores -gritó el ataman Taras, por
segunda vez, adelantándose al frente de los jefes-
¿hay todavía pólvora? ¿Se ha debilitado la fuerza
cosaca? ¿Los nuestros cejan?
-Padre, todavía tenemos pólvora, la fuerza co-
saca no se ha debilitado; los nuestros no cejan.
Bovdug, herido por una bala en el corazón, ha
caído de lo alto de un carro; pero en el momento
de exhalar su vieja alma el último suspiro, dijo:
-¡Nada me importa dejar el mundo!, ¡Ojalá
Dios quiera dar a todos un fin semejante y que el
suelo ruso sea glorificado hasta el fin de los siglos!
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NI C OL AS GOGOL
Y el alma de Bovdug se elevó a las alturas para
ir a contar a los ancianos, muertos hacía mucho
tiempo, cómo saben batirse en el suelo ruso, y
cómo saben mejor aun morir por su santa religión.
El ataman de kouren, Balaban, cayo poco des-
pués, con tres heridas mortales: de bala, de lanza y
de un pesado sable recto. Era un cosaco de los
más valientes. Como ataman, había emprendido un
sinnúmero de expediciones marítimas, de las cua-
les la más gloriosa fue la de las costas de Anatolia.
Su gente había reunido muchos cequíes, telas de
Damasco y rico botín turco. Pero a su regreso su-
frieron muchos descalabros: los desventurados tu-
vieron que pasar por debajo de las balas turcas;
cuando el buque enemigo disparó todas sus piezas,
la mitad de sus barcos se fueron a pique, perecien-
do en las aguas más de un cosaco; pero los haces
de juncos atados a los costados de los botes les
salvaron de morir todos ahogados; durante la no-
che, sacaron el agua de las barcas sumergidas, con
palas cóncavas con sus gorras, y repararon las ave-
rías; de sus anchos pantalones cosacos hicieron
velas y, arriando con presteza, alejáronse rápida-
mente de los buques turcos. Por fin, pudieron lle-
gar sanos y salvos a la setch, trayendo una casulla
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bordada de oro para el archimandrita del conven-
to de Mejigorsh en Kiev, y adornos de plata para
la imagen de la Virgen, en el mismo zaporojié; y lar-
go tiempo después los tocadores de bandolas en-
salzaban las proezas de los cosacos. En esta hora,
inclina Balaban su cabeza, sintiendo las angustias
de la muerte, y dice con agónico acento:
-Creo, señores, que muero de una buena muer-
te. He matado a siete a sablazos, he atravesado a
nueve con mi lanza, he aplastado a una infinidad
bajo los pies de mi caballo, y no sé a cuántos han
alcanzado mis balas. ¡Florezca, pues, eternamente
el suelo ruso!
Y su alma voló a otra tierra mejor.
¡Cosacos, cosacos!, no entreguen la flor de su
ejército. El enemigo ha cercado ya a Koukouben-
ka, y sólo le quedan siete hombres del kouren de
Nesamaï koff, y esos se defienden con valor: los
vestidos de su jefe están ya enrojecidos de sangre;
Taras mismo, viendo el peligro que corre se lanza
en su auxilio; pero los cosacos han llegado dema-
siado tarde. Antes que el enemigo fuese rechaza-
do, una lanza se había hundido en el corazón de
Koukoubenko; inclinóse, dulcemente en brazos de
los cosacos que le sostenían, y su joven sangre
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brotó de su pecho como de una fuente, semejante
a un vino precioso que torpes criados traen de la
bodega en un vaso de vidrio, y que lo rompen a la
entrada de la sala resbalando en el pavimento. El
vino se derrama por el suelo, y el dueño de la casa
corre, tirándose de los cabellos, porque lo había
guardado para la ocasión más hermosa de su vida,
a fin de que, si Dios se lo había dado, pudiese en
su vejez festejar con él a un compañero de su ju-
ventud, y regocijarse con él al recordar un tiempo
en que el hombre sabía disfrutar de otra manera y
mejor. Koukoubenko paseó su mirada, en torno
suyo y murmuro:
-¡Compañeros: doy las gracias a Dios por ha-
berme otorgado morir en presencia de ustedes! ¡Él
haga que los que nos sucedan tengan una vida más
tranquila que nosotros, y, que el suelo ruso amado
de Jesucristo sea eternamente bendito!
Y su alma joven, llevada en brazos de los án-
geles, voló hacia la mansión de los justos, en don-
de deberá gozar de la bienaventuranza. «Siéntate a
mi derecha, Koukoubenko -le dirá Jesucristo- no
has hecho traición a la fraternidad, no has cometi-
do ninguna acción vergonzosa, no has abandona-
do a un hombre en el peligro. Has conservado y
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defendido mi Iglesia» La muerte del joven y vale-
roso cosaco entristeció a todo el mundo, las filas [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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