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estaba encantado de haber podido serles útil, y añadió con un aire cordial que se había
permitido invitarse a sí mismo, puesto que, además, su mujer estaba ausente.
Madame Bovary, ya dentro de la cocina, se acercó a la chimenea. Con la punta de sus
dos dedos cogió su vestido a la altura de la rodilla, y, habiéndolo subido hasta los
tobillos, extendió sobre la llama, por encima de la pata de cordero, que daba vueltas en el
asador, su pie calzado con una botina negra. El fuego la iluminaba por completo
penetrando con su luz cruda la trama de su vestido y los poros iguales de su blanca piel e
incluso los párpados de sus ojos que entornaba de vez en cuando. Un gran resplandor rojo
pasaba por encima de ella al soplo del viento que venía por la puerta entreabierta.
Al otro lado de la chimenea, un joven de cabellera rubia la miraba silenciosamente.
Como se aburría mucho en Yonville, donde estaba de pasante del notario Guillaumin, a
menudo el señor León Dupuis (era el segundo cliente habitual del «León de Oro»)
retrasaba la hora de cenar esperando que apareciese en la posada algún viajero con quien
hablar por la noche. Los días en que había terminado su tarea, sin saber qué hacer, tenía
que llegar a la hora exacta, y soportar, desde la sopa hasta el queso, el cara a cara con
Binet. Así que aceptó de buena gana la invitación que le hizo la hostelera de cenar en
compañía de los recién llegados, y pasaron a la gran sala, donde la señora Lefrançois,
como extraordinario, había dispuesto los cuatro cubiertos.
Homais pidió permiso para seguir con su gorro griego por miedo a las corizas.
Después, volviéndose hacia su vecina:
-¿La señora, sin duda, está un poco cansada? ¡Le traquetean a uno tanto en nuestra
«Golondrina»!
-Es verdad -respondió Emma-; pero lo desacostumbrado siempre me divierte; me gusta
cambiar de lugar.
-¡Es tan aburrido -suspiró el pasante- vivir clavado en los mismos sitios!
-Si ustedes tuvieran como yo -dijo Carlos- que andar siempre a caballo...
-Pero -replicó León dirigiéndose a Madame Bovary, nada hay más agradable, me
parece; cuando se puede -añadió.
-Además -decía el boticario-, el ejercicio de la medicina no es muy penoso en nuestra
tierra; porque el estado de nuestras carreteras permite usar el cabriolet, y, generalmente,
se paga bastante bien, pues los campesinos son gente acomo dada. Según el informe
médico, tenemos, aparte los casos ordinarios de enteritis, bronquitis, afecciones biliosas,
etc., de vez en cuando algunas fiebres intermitentes en la siega, pero, en resumen, pocas
cosas graves, nada especial que notar, a no ser muchas escrófulas, que se deben, sin duda,
a las deplorables condiciones higiénicas de nuestra vivienda campesina. ¡Ah!, tendrá que
combatir muchos prejuicios, señor Bovary; muchas terquedades de la rutina, con las que
se estrellarán cada día todos los esfuerzos de su ciencia; pues todavía se recurre a
novenas, a las reliquias, al cura antes que ir naturalmente al médico o al farmacéutico. El
clima, sin embargo, no puede decirse que sea malo a incluso contamos en el municipio
algunos nonagenarios. El termómetro, yo lo he observado, baja en invierno hasta cuatro
grados, y en la estación fuerte llega a veinticinco, treinta grados centígrados a lo sumo, lo
que nos da veinticuatro Réaumur al máximo, o de otro modo cincuenta y cuatro
Fahrenheit, medida inglesa, ¡no más!, y, en efecto, estamos abrigados de los vientos del
Norte por el bosque de Argueil por una parte; de los vientos del Oeste por la cuesta de
San Juan, por la otra; y este calor, sin embargo, que a causa del vapor de agua
desprendido por el río y la presencia considerable de animales en las praderas, los cuales
exha lan, como usted sabe, mucho amoniaco, es decir, nitrógeno, hidrógeno y oxígeno,
no, nitrógeno a hidrógeno solamente, y que absorbiendo el humus de la tierra,
confundiendo todas estas emanaciones diferentes, reuniéndolas en un manojo, por así
decirlo, y combinándose por sí mismas con la electricidad extendida en la atmósfera,
cuando la hay, podría a la larga, como en los países tropicales, engendrar miasmas
insalubres; este calor, digo, se encuentra precisamente templado del lado de donde viene,
o más bien, de donde vendría, es decir, no del lado sur, por los vientos del Sudeste, los
cuales, habiéndose refrescado por sí mismos al pasar sobre el Sena, nos llegan a veces de
repente como brisas de Rusia.
-¿Tienen ustedes al menos paseos interesantes por los alrededores? -continuaba
Madame Bovary hablando al joven pasante.
-¡Oh!, muy pocos -contestó él-. Hay un sitio que se llama la Pâture, en lo alto de la
cuesta, en la linde del bosque. Algunas veces, los domingos voy a11í y me quedo con un
libro contemplando la puesta del sol.
-No encuentro nada tan admirable -replicó ella- como las puestas de sol; pero, sobre
todo, a la orilla del mar.
-¡Oh!, yo soy un enamorado del mar.
-Y además, ¿no le parece -replicó Madame Bovary- que el espíritu boga más libremente
sobre esa extensión ilimitada, cuya contemplación eleva el alma y sugiere ideas de
infinito, de ideal?
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