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iglesia y en las columnas del Mercado dos carteles que anunciaban la
entrada de los aliados en París. No se sabía quién los habla colocado.
Desde hacía algún tiempo se venía murmurando, del señor de la Va-
bliere, y de otros tres o cuatro emigrados, y a ellos se les atribuyó, al
principio, el atrevido golpe; pero este tumor estaba muy distante, de
ser la verdad.
Por lo demás, aun cuando los veteranos arrancasen los carteles
con las puntas de sus bayonetas, hablan producido ya todo su efecto en
el vecindario, que se dio mucha prisa a leerlos.
El suceso que en ellos se anunciaba parecía inaudito, increíble,
casi irrealizable. Después de diez años de guerras incesantes, en que el
Emperador lo era todo en que ningún ciudadano, podía escribir una
sola palabra sin autorización del soberano; en que, Francia no tenía
otros derechos que los de pagar los impuestos y dar sus hijos para que
los sacrificara aquel hombre a su desmedida ambición, era mirado
como un delito el pensar siquiera que, Napoleón pudiera ser vencido.
Un padre de familia, rodeado de su mujer y sus hijos, volvía dos o tres
veces la cabeza antes de aventurarse a emitir su opinión sobre este
punto.
Todo el mundo callaba, a pesar de los pasquines. Los funciona-
rios públicos no salían de sus casas por miedo de que les preguntaban
algo cuya respuesta pudiera comprometerles; el gobernador y la junta
de defensa tampoco daban señales de vida. Sin embargo, los soldados
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de las últimas quintas, saltaban de alegría al pensar que se acercaba la
hora de su libertad, el momento en que, les sería dado ver a sus padres
y amigos, volver a sus trabajos agrícolas abrazar a sus novias, y casar-
se por fin. Los veteranos, al contrario, estaban indignados: ellos no
tenían otro oficio ni medios de subsistencia que la guerra. Bramando
de coraje decían que todo era mentira que su Emperador no había per-
dido nunca una batalla, ni podía perderla, y que los carteles y las sal-
vas de los aliados no eran otra cosa que un ardid de guerra para que
les abrieran las puertas de la plaza.
Desde ese día volvió a empezar la deserción, no de uno sino de
seis en seis, de diez, de veinte en veinte. Guardias enteras, montadas
por reclutas, desfilaban hacia la montaña con armas y bagajes. Los
veteranos disparaban sobre los fugitivos y mataron algunos, y después
recibieron la orden de escoltar a los quintos que llevaban el rancho a
las avanzadas.
En medio de esto no cesaban los parlamentarios de entrar en la
ciudad. Todos ellos oficiales rusos, austriacos o bárbaros, permanecían
horas enteras encerrados con el gobernador, discutiendo, sin duda, las
condiciones de la capitulación.
Nuestro sargento no hacía más que pasar algunos minutos en
nuestra casa para maldecir a los desertores. Zeffen continuaba enfer-
ma y como Sara no podía abandonarla, vime obligado a ayudar cada
día a Safel hasta la hora de la retreta.
Nuestro despacho, estaba siempre lleno de veteranos; cuando sa-
lía un grupo de ellos entraba otro. Aquellos hombres de cabellos en-
trecanos, llenos de arrugas y cicatrices, tragaban enormes vasos de
aguardiente; se afectaban con las malas noticias que corrían y pare-
cían cada vez más sombríos. Sólo hablaban de traiciones y venganzas,
lanzando al mismo tiempo siniestras miradas. Algunas veces les oía-
mos decir mientras se dibujaban en sus labios diabólicas sonrisas:
¡Cuidado con nosotros! ¡Si es necesario saltar la plaza, la vola-
remos antes que, rendirla!
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Safel y yo hacíamos como que, no les escuchábamos; mas puedes
comprender nuestras angustias, amigo: Federico: ¡después de haber
sufrido tanto; no era muy agradable verse uno amenazado de saltar
por los aires, con aquellos furiosos !
Cada noche nos repetía el sargento, palabra por palabra cuanto
decían sus camaradas: según ellos todo era un puro embuste, una trai-
ción. El Emperador debía venir muy pronto, para aplastar a aquella
canalla.
-¡Esperad, esperad! barbotaba, apretando su pipa entre los
dientes. ¡la tempestad se acerca! ¡Poco tardará en retumbar el trueno!
¡Esta vez nada de piedad! ¡Es necesario que perezcan todos los que
nos venden! ¡Es preciso que el país quede limpio por cien años de esa
maldita raza! ¡Ya veréis!.. ¡ya veréis! Déjenos a nosotros, señor Moi-
sés, y nos reiremos mucho.
Ya te harás cargo si oyendo estas palabras me quedarían ganas
de reír.
El 8 de abril fue para mí un día de extraordinaria inquietud, por-
que con esta fecha apareció el decreto del Senado en que se destituía
al Emperador.
Aquella mañana por una multitud de artilleros de marina y de
sargentos del depósito de reclutas. Acabábamos de servirlos lo que nos
pidieron, cuando se presentó el secretario del comisario de guerra un
hombre rechoncho y colorado, que llevaba siempre la gorra del cuartel
caída sobre la oreja. Después de haber sorbido su vaso de aguardiente,
sacó del bolsillo el decreto, y se dispuso a leerlo a sus camaradas:
«Considerando, que Napoleón Bonaparte ha roto el pacto que, le
unía al pueblo francés, al levantar impuestos que no autorizaba la ley,
disolviendo sin notoria necesidad, el Cuerpo legislativo; dictando in-
justamente algunas sentencias de muerte, y destruyendo la responsa-
bilidad del ministro, la independencia judicial, la libertad de la prensa
etc., etc: Considerando que Napoleón ha llevado a su colmo las des-
gracias de la patria por el abuso que ha hecho de los recursos que, se
lo confiaron en hombres y dinero para la guerra, la cual ha prolonga-
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do rechazando los tratados que el interés de la nación exigía aceptar:
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