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que seguían corriendo por la orilla, sin que pueda afirmar, a ciencia cierta, que era ése el
papel que hubiesen querido representar. Pero, por fin, también ellos pararon. El nadador se
dirigió, chorreando agua, agobiado por el esfuerzo, hacia la orilla, y los otros corrieron un
trecho más y se quedaron inmóviles. Los ¡Def-ghi! ¡Def-ghi! que habían estado di-
rigiéndome hasta último momento, dejaron de oírse y ya casi nadie gesticulaba, nadie hacía
señas ni realizaba actos irrisorios que le hicieran distinguirse de la muchedumbre anónima,
de modo que yo podía verlos, estáticos y numerosos, contra el fondo de árboles que se abría
en semicírculo detrás de la playa, más acá de las construcciones que dejaban ver,
fragmentarias, la vegetación, bajo el sol único que ya declinaba sobre la tierra amarillenta,
en un cielo verdoso, enfrentados al río salvaje que apenas si agitaba, avanzando, la canoa.
Mientras me alejaba río abajo, sin destino conocido, sentía algo que recién esta noche,
sesenta años más tarde, cuando ya no se despliega, frente a mí, casi ningún porvenir, me
atrevo, sin estar sin embargo demasiado seguro, a formular: que no venía nadie, remando
río abajo, en la canoa, que nadie existía ni había existido nunca, fuera de alguien que,
durante diez años, había deambulado, incierto y confuso, en ese espacio de evidencia. Así
hasta que un recodo del río borró, abrupto, la visión, y salí de ese sueño para siempre.
La corriente me iba llevando, firme, en el atardecer. Yo orientaba con el remo, y sin mucho
esfuerzo, la canoa. Durante horas no se oía más que el ruido del remo y a veces el tumulto
de pájaros que ese ruido ocasionaba cuando me aproximaba demasiado a la orilla; sin ruido,
adormilados, los yacarés bajaban del barro de las costas carcomidas al agua. A veces, un
pescado saltaba y sin ser totalmente visible en la superficie a la que había subido para
mandarse, de una boqueada, alguna minucia comestible, se dejaba adivinar por el ruido que
hacía, más o menos intenso según su tamaño, y por el penacho de agua blanquecina que
levantaba. Los he visto amarillos, como acorazados de oro, atigrados, de un verde cobrizo,
con cabezas de gato o de serpiente, algunos dos veces más altos que un hombre, gordos
como vacas -diversidad viva y misteriosa que ha hecho de ese río su hogar. Insectos,
pájaros, pescados, bestias y hasta monstruos si se quiere: de toda esa fiebre animal yo, con
la lucecita encendida dentro de mí, como la llama de una vela capaz de resistir a todos los
vientos, que hubiese debido abarcarlos con mi propio ser, derivaba, perdido y abandonado,
en la exterioridad pura. Llegó la noche. Era una noche sin luna, muy oscura, llena de
estrellas; como en esa tierra llana el horizonte es bajo y el río duplicaba el cielo yo tuve,
durante un buen rato, la impresión de ir avanzando, no por el agua, sino por el firmamento
negro. Cada vez que el remo tocaba el agua, muchas estrellas, reflejadas en la superfície,
parecían estallar, pulverizarse, desaparecer en el elemento que les daba origen y las
mantenía en su lugar, transformándose, de puntos firmes y luminosos, en manchas informes
o líneas caprichosas de modo tal que parecía que, a mi paso, el elemento por el que de-
rivaba iba siendo aniquilado o reabsorbido por la oscuridad.
El cansancio me llevó a la orilla. Me dormí en la canoa. En el alba, una voz me despertó.
Tiene barba, decía, cautelosa, pero no lejos de mis oídos. Cuándo abrí los ojos, dos
barbudos, que aferraban armas de fuego, inclinados hacia mí, me observaban, sorprendidos.
Cascos relucientes coronaban sus cabezas; parecían cansados y un poco simples. Como yo
dormía con la cabeza hacia tierra y ellos estaban inclinados hacia mí desde la orilla, al
principio tuve un sobresalto, porque vi sus caras al revés y creí -salía de un sueño-, que eran
una especie particular de aborígenes, a los que la naturaleza les había dado, por capricho,
cabezas invertidas, pero al incorporarme, brusco, asustando un poco a los dos hombres que
se irguieron amenazándome con sus armas, pude comprobar que las cabezas estaban en el
lugar adecuado y que las caras que me contemplaban no sin espanto se parecían mucho a
tantas otras que había visto, durante mi infancia, en los puertos. Para apaciguarlos, empecé
a contarles mi historia, pero a medida que hablaba veía crecer el asombro en sus
expresiones hasta que, después de un momento, me di cuenta de que estaba habiéndoles en
el idioma de los indios. Traté de hablar en mi lengua materna, pero comprobé que me la
había olvidado. Con gran esfuerzo, logré al fin proferir algunas palabras aisladas,
formulándolas, por costumbre, con la sintaxis peculiar de los indios, lo cual, si bien no
aclaró las explicaciones, les dio, a los dos hombres, junto con mi aspecto físico, la prueba
de que, como ellos, también yo era un extraño en ese lugar de pesadilla.
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