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Margaret en persona, una idea que florecería diez años más tarde con consecuencias tan
devastadoras. Intrigado por su apariencia inclasificable, deseché a los otros pacientes e
inicié nuestra consulta. Me dijo que era masajista, y luego de un preámbulo cortés me
planteó su problema. Hacía meses que andaba preocupada por un pequeño bulto en el
pecho izquierdo que, sospechaba, podía ser canceroso.
Ensayé una respuesta tranquilizadora, y le dije que la examinaría. En ese momento, sin
advertencia, se inclinó hacia adelante, desabotonó la camisa y mostró el pecho.
Sobresaltado, miré ese órgano inmenso, de por lo menos sesenta centímetros de
diámetro, que ocupaba toda la pantalla de mi televisor. Un código casi victoriano de ética
visual gobernaba la relación médico/paciente, lo mismo que todo otro vínculo social.
Ningún médico veía jamás a sus pacientes desnudos, y el sitio de cualquier dolencia
íntima era siempre indicado por el paciente mediante diagramas. Hasta entre las parejas
casadas la exposición parcial de los cuerpos era una relativa rareza, y los órganos
sexuales permanecían velados detrás de los filtros más vaporosos, o se aludía a ellos
tímidamente mediante el intercambio de dibujos. Desde luego, funcionaba un canal
pornográfico clandestino, y prostitutas de ambos sexos ofrecían su mercadería, pero ni
siquiera las más caras aparecerían en vivo, sino que se cambiaban por una tira de
película pregrabada que las mostraba en el momento del clímax.
Esas admirables convenciones eliminaban todos los peligros del enredo personal, y
esa liberadora ausencia de afecto permitía a todos los que así lo deseasen explorar el
espectro más completo de posibilidades sexuales, y preparaba el terreno para el día en
que todos pudiesen disfrutar sin culpa de las perversidades y hasta de las psicopatologías
sexuales.
Mientras miraba el pecho y el pezón enormes, con sus geometrías inexorables, decidí
que la mejor manera de tratar a esa joven de franqueza tan excéntrica era pasar por alto
el hecho de que se hubiese apartado de la convención. Después que el examen infrarrojo
confirmó que el nódulo que se sospechaba canceroso era en realidad un quiste benigno
se abotonó la camisa y dijo: - Es un alivio. Llámeme, doctor, si alguna vez necesita un
curso de masajes. Me encantaría devolverle el favor.
Aunque ella todavía me intrigaba, yo ya iba a pasar los créditos dando por concluida
esa extraña consulta cuando su oferta casual anidó en mi cabeza. Curioso por verla de
nuevo, arreglé una entrevista para la semana siguiente.
Sin darme cuenta, yo ya había empezado a cortejar a esa joven insólita. La noche de la
cita casi sospeché que era una especie de prostituta novicia. Sin embargo, mientras
estaba tendido en el canapé de mi sauna, discretamente vestido, manipulando mi cuerpo
según las instrucciones de Margaret, no hubo el menor indicio de lascivia. Durante las
noches siguientes nunca detecté un solo rastro de conciencia sexual, aunque a veces,
mientras hacíamos juntos los ejercicios, mostrábamos al otro bastante más de nuestros
cuerpos que muchas parejas casadas. Margaret, comprendí, era una mujer impúdica, una
de esas raras personas sin sentido de la timidez y con poca conciencia de las emociones
lujuriosas que pueden despertar en los demás.
Nuestro cortejo entró en una fase más formal. Comenzamos a salir juntos... quiero
decir que compartíamos las mismas películas en la televisión, visitábamos los mismos
teatros y las mismas salas de concierto, mirábamos las mismas comidas preparadas en
restaurantes, todo dentro de la comodidad de nuestras respectivas casas. En realidad, a
esa altura yo no tenía la menor idea de dónde vivía Margaret, si a diez o a mil kilómetros
de donde yo estaba. Disimuladamente al principio, intercambiamos viejas películas de
nosotros mismos, de la infancia y de la escuela, de nuestros sitios de temporada favoritos
en el extranjero.
Seis meses más tarde nos casamos, en una espléndida ceremonia realizada en la
capilla más exclusiva de los estudios. Asistieron más de doscientos invitados, y condujo la
ceremonia un sacerdote famoso por su dominio de la técnica de la pantalla de imagen
múltiple. Se proyectaron contra el interior de una catedral películas pregrabadas de
Margaret y de mí tomadas por separado en nuestras propias salas de estar, y se nos
mostró caminando juntos por un inmenso pasillo.
Para la luna de miel fuimos a Venecia. Compartimos con alegría las vistas panorámicas
de las multitudes en la Plaza San Marcos, y miramos los Tintorettos en la Escuela de la
Academia. Nuestra noche de bodas fue un triunfo del arte de la dirección de cámaras.
Acostados en nuestras respectivas camas (Margaret estaba en realidad unos cincuenta
kilómetros al sur de donde estaba yo, en un complejo de enormes edificios de
departamentos), cortejé a Margaret con una serie de movimientos de cámara cada vez
más atrevidos, que ella contestaba de un modo dulcemente provocativo disolviendo y
borrando tímidamente la imagen. Cuando nos desvestimos y nos mostramos el uno al otro
las pantallas se fundieron en un último y amnésico primer plano...
Desde el principio hicimos una hermosa pareja, compartiendo todos nuestros intereses,
pasando más tiempo juntos en la pantalla que ninguna pareja conocida. A su debido
tiempo, mediante AID, fue concebida y nació Karen, y poco después de su segundo
cumpleaños en al jardín de infantes residencial se le agregó David.
Siguieron otros siete años de felicidad doméstica.
Durante ese período me labré una notable reputación como pediatra de ideas
avanzadas por mi defensa de la vida familiar: esa unidad fundamental, como yo decía, de
cuidados intensivos. Insistía reiteradamente en que se instalasen más cámaras en las
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